Cuando los límites son importantes

Por: Patricia García Solís.

Mi generación fue educada  con nalgadas y chanclazos. Cuando hacíamos una pillería seguro era que los pros y contras ya estaban analizados, bueno, hasta la manera en que burlaríamos el castigo si nos llegaban a “cachar”. Cuando el asunto pintaba mal, abortábamos la “misión” porque nadie se arriesgaba a sufrir las consecuencias de lo que, sin duda, nos esperaba de ser descubiertos. Teníamos una actitud sana y de respeto hacia nuestros mayores; sabíamos groserías pero ni locos las repetíamos delante de nuestros padres; ofender a la mamá de nuestro “enemigo” estaba fuera de cualquier intención; los Profesores eran figuras de autoridad, a tal punto que hasta nuestros padres se alineaban a “lo que dijera el Maestro”. El ejemplo que recibíamos en casa era nuestro patrón de conducta para toda la vida.

Seguramente los cambios fueron paulatinos, pero yo me di cuenta de que las cosas no eran iguales hasta que regresé a la escuela como madre de familia. Cada día me sorprendía de las negociaciones de los padres con sus hijos para que estos hicieran lo que era su obligación, observaba perpleja cómo los niños se salían con la suya en asuntos que a todas luces no eran apropiados; incrédula escuché a muchos padres decirle a sus hijos que “ese Maestro es un muerto de hambre, tú dime a mí y yo resuelvo el asunto”, “qué se ha creído ese %&%&%, tú tranquilo”; alarmada escuchaba a las niñas, afuera de la escuela, emplear un vocabulario que me hubiera valido la pérdida de un diente y una lavada de boca con estropajo, mínimo.

Por supuesto que mis hijos se quejaban amargamente cuando yo les reprendía porque “a mi amigo lo dejan hacer …” y me convertí en la “peor madre del mundo” en múltiples ocasiones. Es difícil cargar con esa etiqueta, y muchos padres consienten porque la Psicología -ellos entendieron- dice que los vamos a traumar. Pero corregir a los hijos no los trauma, los educa. Dar una nalgada no es violencia (no la fomento), es una advertencia de que “si lo vuelves a hacer ya sabes a qué atenerte”, y entonces la pensamos dos veces, porque nos detiene, más que el castigo, el firme recordatorio de que nuestra conducta es inaceptable.  Los límites son necesarios para aprender a vivir con valores. Hoy es frecuente escuchar las quejas de los padres “traumados” por las conductas de jóvenes a los que no supieron cómo educar. Hablar con los hijos es primordial, la comunicación en el hogar es básica; pero cuando las palabras no bastan, un correctivo a tiempo puede cambiar el destino de un niño que lo pensará dos veces antes de cruzar la frontera de lo correcto.

Para Aristóteles: “Las raíces de la educación son amargas, pero la fruta es dulce”. No puedo estar más de acuerdo. O usted, ¿qué opina querido lector?

Que la vida permita que nos leamos pronto.

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